La incidencia de la enfermedad se ha reducido un 21%, pero las herramientas contra ella no llegan a todos los que las necesitan
Un médico trata en un niño en un centro de salud de Costa de Marfil. /SIA KAMBOU (AFP)
Cada año, la primera semana de diciembre, la comunidad internacional involucrada en la lucha contra la malaria hace un alto y mira dónde está. El Informe Mundial sobre Paludismo de la Organización Mundial de la Salud, que hace un recuento de los logros y retos que enfrenta el mundo con relación a una de las enfermedades más letales que existen, y que además se ceba de manera desproporcionada con las poblaciones más desfavorecidas (no hay que olvidar que más del 90% de la malaria se concentra en el África subsahariana, y dentro de ella, en las zonas rurales más pobres y con peor acceso a los sistemas de salud).
Por dar sólo dos datos: en 23 países africanos, uno de cada tres niños con fiebre no llega nunca a un centro de salud para ser atendido, y 43% de la población en este continente no cuenta con ninguna medida de protección (redes mosquiteras o fumigaciones intradomiciliarias contra los mosquitos que transmiten la malaria).
¿Qué hacer, entonces? En primer lugar, trabajar para garantizar que todas las personas en riesgo tengan acceso a la prevención, el diagnóstico, y el tratamiento. En segundo lugar, investigar no sólo para tener mejores herramientas, sino para mejorar la cobertura y la efectividad de aquellas con las que ya contamos actualmente. Y en tercero, trabajar en equipo con los países afectados, las organizaciones internacionales, los organismos financiadores y el mundo académico para consolidar los logros alcanzados y seguir avanzando firmemente en la lucha contra esta enfermedad.
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